Presenciar un Embalsamamiento

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Leí este anuncio en un catálogo que vi sobre el escritorio de una oficina con luz intencionalmente tenue. “For sure”, lo único seguro, la cura de todo. Es como si anunciaran la muerte misma, pensé. El dueño de la funeraria regresó a través de las mismas escaleras por las que había bajado minutos antes. Me señaló con la mano que lo siguiera, obedecí. Eran mucho menos escalones de los que pensaba. Escaso preámbulo para acceder a mi destino, y el de la humanidad entera, pero esta vez, solo ésta, como observador.

Lo primero que vi fue un ataúd vacío en el centro de una habitación cuyo contenido podía resumirse en dos palabras, muerte y paredes. La imagen mental que tenía hasta ese momento comenzó a desmoronarse. Ingenuamente imaginaba una sala de operaciones y me encontré con un cruce vulgar entre almacén y carnicería. A la izquierda había una plataforma de metal sujeta con cadenas. Después, al verla funcionar, supe que era un elevador para subir el féretro directamente a la sala donde sería expuesto. A la derecha estaba quien realmente me interesaba ver. Era una anciana desnuda, minúscula y oscura, era yo, éramos todos. El dueño de la funeraria, que era también embalsamador, me alcanzó una mascarilla. “La formalina huele bien fuerte”, advirtió con tono de instructor y algo que parecía una remota sonrisa.

Tú también estarás algún día desnudo sobre una mesa, me habló solemne una voz interna que me acosaría durante todo el proceso. Resolví no temer ni la visión tétrica que se desplegaba ante mis ojos ni el augurio que representaba y limitarme a observar. Inmediatamente comenzó la clase. El embalsamador abrió una gaveta y sacó dos agujas obscenamente grandes. “Hay que vaciar la sangre”, dijo. El maestro era de pocas palabras. Sacó de la pileta una bomba de succión mohosa con dos tubos amarillentos, conectó la aguja a uno de ellos y empezó a extraer lo que antes fuera el fluido vital. Lo vació directamente al desagüe. Entonces destapó un frasco de líquido rosado que según él se llamaba formalina, lo mezcló con agua y lo bombeó dentro del cadáver a través del cuello. Si el olor de la sangre era ligeramente incómodo el de este líquido era horrible, un olor punzante llegaba hasta la garganta, pegándose por toda la laringe. Mientras luchaba conmigo mismo para no arrancarme la nariz comprendí que el nombre del procedimiento entrañaba una contradicción. Embalsamar significa literalmente “aplicar sustancias aromáticas o perfumes”. Llamar así a esto me pareció aberrante.

Al terminar el proceso la anciana había cambiado perceptiblemente de color. Para mí se veía aún más muerta. Los humanos, que pasamos toda nuestra corta existencia estorbando la labor de la naturaleza, no podemos dejar que ésta nos absorba así por que sí, tenemos que ponérselo difícil. “Sólo hace falta que dure 24 horas, si fuera más, el proceso sería más complicado.” Comentó el que momentáneamente veía como enemigo del orden natural. “Ahora hay que sellarla”, añadió. Sólo cuando comenzó a hacerlo entendí que se refería a los orificios corporales. Utilizó unos curiosos aparatos para introducir tapones de algodón impregnados de polvo en los orificios de la difunta, incluyendo aquel por el que una vez comenzara la decencia que pronto la vería convertida en un maniquí perecedero.

Faltaba maquillarla y vestirla. Para mi sorpresa, lo hizo otro hombre. Hasta ese momento yo era, a mi entender, la única persona sensible en aquella habitación. Pero cambié de parecer al ver cómo entre los dos hombres la lavaron incluso con cierta delicadeza. Después, el segundo hombre le puso ropa interior y un traje nuevo color vino oscuro. Finalmente utilizó el maquillaje para hacerla parecer lo menos muerta posible. Entre ambos la pasaron de la mesa al ataúd. “Por lo menos cupo perfectamente, a algunos hay que romperle huesos”, comentó el maquillista con sus ojos sobre los míos. No quise pensar al respecto.

Cerraron la caja de miles de dólares donde intentaría consumarse el desafío del orden natural y, usando el elevador, la subieron a su lugar de exhibición. Tras unos segundos de silencio, nos miramos y subimos. Agradecí brevemente y me despedí. Mi humor estaba rígido y mi garganta reseca. Buscando una fuente me encontré de nuevo con ella. Estaban poniendo flores a su alrededor. Las flores son como ella, muertas a las que aún no se les nota, me dijo la voz que se rehusaba a abandonar mi cabeza. Finalmente tomé el agua y me fui. No comí nada el resto del día, todo estaba muerto. Cuando desperté la mañana siguiente pensando en cómo redactaría este escrito, pensé que el papel donde lo imprimiría también estaba hecho de un árbol sin vida. La misma puerta abre paso a los dos caminos, el de la eternidad y el del olvido, concluyó la voz que me acompañará hasta el umbral.

Actualización: A lo largo de los años que este post lleva publicado, muchas personas han preguntado si conozco dónde estudiar embalsamamiento en Puerto Rico. Aclaro que no soy embalsamador, sino que esto es una crónica redactada para una clase de periodismo. Aún así, aunque no puedo endosar ninguna escuela, por no conocerlas, coloco estos enlaces para aquellos que deseen contactarlos.

Antilles College en San Juan.: http://antillespr.edu/tecnico-embalsamamiento/

Y en Ponce está el POPAC: Gerencia Funeraria y Embalsamamiento

Les deseo éxito.

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